Algo extraordinario ocurre mientras doy un paseo por la calle principal de la comunidad nativa de Nueva Luz: al tiempo que cosechan camote, un grupo de señoras me señala con sus miradas y murmullos. Me acerco con cautela y finjo desinterés. (Nadie en su sano juicio reta a un grupo de mujeres matsigenka, ya que puede salir desplumado). Una de ellas toma la palabra y me lanza una pregunta retadora: “¿Tú, me reconoces o no?”. Las demás la secundan con la mirada sin perder el ritmo de la cosecha y el murmullo. Trastabillo, dudo, me agarran frío. Guardo silencio mientras recupero la compostura y respondo con la misma velocidad con la que fui interpelado: “Claro que me acuerdo de ti, la otra vez me invitaste masato en tu casa”. Gracias a Dios mi memoria recordó un evento que sucedió hace seis meses. La señora sonríe con mi respuesta y las demás también. El murmullo cambia de tono y se torna amigable. He pasado la prueba. Mientras se alejan con su camote, la mujer me lanza otro reto: “Voy a