En el andar de este alegre peregrino del bosque y el río, hubieron muchas anécdotas que me provocaron más de una risa histriónica. Hoy les voy a contar una que escuché hace mucho tiempo, pero que las lecciones y las risas aún mantienen la misma intensidad. Un día llegué a la Misión de Kirigueti, que entonces era regentada por uno de los misioneros dominicos más finos que pudiera haber, el Padre Santiago Echevarría. Él me contó esta historia de lo más inverosímil, aunque su versión fue labrada como un hecho sin importancia, una bagatela que no servía ni para el chisme. Así es el Padre Santiago, tiene la virtud de rebajar los hechos descomunales a palabras sobrias, aunque termina acuñando la lección con una finísima ocurrencia. Y así les cuento que había una jovencita del bosque y del río que estudiaba en el internado de la misión, tendría 14 años, era fresca, original, suelta, extrovertida, conversadora, de ánimo virtuoso, de una raza radiante y una belleza inefable. Pero de pronto, en