El premio, el estipendio o la gloria parecen ser los motivos de vida del juego y la competición. Entre la gente del bosque y del río, estos valores más bien resultan en una excusa para compartir o departir honor, consideración, respeto y fraternidad.
Por varias razones me siento decepcionado del fútbol-show que vemos en la televisión. Sí, hablo de esos campeonatos multimillonarios que la afición financia bajo la idea de un “sentimiento”, anteponiendo el antifaz de la sana competencia y el deporte limpio. No puedo negar, sin embargo, que me gusta el fútbol y que ocasionalmente juego un partidito con los amigos o cuando me invitan a “deportear” como dicen por aquí.
Debo confesar también que las apuestas en el juego no me agradan, aunque es un hábito muy común por estas tierras amazónicas que los competidores, justo antes de empezar la contienda, acuerden un premio que se disputa al final. Es algo así como un incentivo que “adereza” la competencia y enaltece el orgullo de los vencedores. Al menos eso pensé hasta ahora.
En mi última ruta he conocido un campo de fútbol espléndido, no por su calidad o condiciones, sino por la gente que le daba uso. Antes de empezar el partido, que fue pactado aprovechando la visita de otro equipo, se acordó que la apuesta sería una gallina. Ambos capitanes estuvieron de acuerdo y con el animal presente se dio inicio a la contienda.
Luego de 40 minutos de fricciones y “calenturas”, el resultado fue de 5 goles para los locales y 3 para los visitantes. Todo parecía consumado. Los equipos enfrentados: el vencedor insuflado de superioridad y el perdedor con la amargura de la derrota en cancha ajena. En ese momento el premio parecía la menor de las preocupaciones, ya que en realidad estaba en juego el orgullo de los equipos.
Aunque algunos chispazos de confrontación dominaron el partido, el capitán del equipo perdedor no tardó en aceptar su derrota y sin mayor sobresalto pagó el costo de la gallina. El semblante de este jugador, lleno de sudor y agitación, reflejaba aquel pugilista que, derrotado luego de la golpiza, alza la mano de su castigador en señal de respeto y superioridad. De inmediato, el capitán del equipo vencedor supo responder a la caballerosidad de su rival entregándole la gallina como “premio al segundo lugar” según dijo.
Fue obvio que el motivo del partido no era la obtención de “la copa” (en este caso una gallina flaca y desesperada), sino que estaba en juego el respeto y la fraternidad que se merecen los contrincantes. En esta ocasión, la única victoria que pude observar fue que ambos equipos habían intercambiado su forma de honrar al oponente. Se respetaban, se mostraban fraternos. Fue así que el día terminó con una retribución mayor, generada, desde luego, por los gestos precedentes: el equipo del “segundo lugar” compró dos gallinas más y con ellas se preparó una gran comilona donde participaron no solo ambos equipos, sino toda la comunidad. Este fue el epílogo perfecto para un partido honorable.
TABLA DE POSICIONES
Son pocas las veces que un partido de fútbol acaba como este relato. En general las fricciones terminan en revanchas o son el resultado de resentimientos previos. Los equipos terminan apartados y las bebidas alcohólicas acrecientan el oleaje del orgullo. Y el premio, pobre, queda empolvado en la repisa de las glorias pasadas.
Pero como dije, esta es una cancha especial. El podio del primer lugar ha sido ocupado por el honor, la fraternidad y el compartir al mismo tiempo. Me siento honrado de haber jugado en este partido que pensé solo existía en mi imaginación. Ahora espero que algún día sea televisado.
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