La modernidad es un sistema joven, imprudente, torpe y desatento, aunque sin duda vigoroso. Su gran atractivo contrasta con sus múltiples iniquidades. La tradición, en cambio, ha envejecido en el repositorio de la sabiduría, en la comprensión profunda del medio y en la sobriedad del discernimiento. Pero un punto de vista infructuoso dicta que la tradición y la modernidad no pueden convivir, y si lo hacen se manifiestan en permanente conflicto y resquebrajamiento. No estoy de acuerdo con esta receta. Considero que la modernidad, aunque joven e insolente, de todas maneras escucha el consejo de los ancianos, valorando las lecciones, guardándolas y poniéndolas en práctica en algún momento, aunque bajo su renovado y creativo estilo.
Escucha joven, pon atención, que en las próximas líneas se manifiesta la sabiduría de una sociedad tradicional que ha envejecido a punta de ejemplos más que de discursos. He aquí una sociedad antigua que perece (o renace) con un obsequio para ti.
El arte de la gente del bosque y del río es saber vivir en la abundancia. La selva es abundante, corpulenta, saturada, incontable. Es una estupenda combinación de frágil equilibrio y reproducción perenne. Si la naturaleza es así, ¿por qué no también la gente? La tecnología y la filosofía de la gente del bosque y del río está acondicionada para tomar la cantidad imprescindible, aunque el arca abunde y sea irrestricta. Si la ambición y la avaricia se controlan y se pondera la bondad y el compartir, entonces la abundancia es imperecedera.
El arte de la gente del bosque y del río es disponer la mayor parte de su tiempo en el reconfortante ocio y el esparcimiento. Una tierra fértil, aunque pobremente nutrida, ofrece frutos inmediatos y abundantes para un sistema de recolección y producción cautivo de la prudencia y la satisfacción del compartir. Nadie trabaja más allá de lo que pueda comer o compartir. Perseverancia, prudencia y perspicacia marcan la pauta de la buena nutrición y la reproducción social del grupo. Con la barriga llena, el corazón pasea en la alegría del constante ocio, en las visitas a los parientes, en las interminables conversaciones con masato, en el fortalecimiento del vínculo, en la sensación intemporal de seguir viviendo.
La gente del bosque y del río sabe vivir, pero también comprende lo que es morir. Entiende a plenitud que la vida termina en la muerte y que después de la muerte solo puede existir vida. El cuerpo es un receptáculo momentáneo, imperfecto, que tiene la misión de servir a los demás seres como los demás seres le sirven a éste. La transcendencia del cuerpo es su convergencia en un ser superior o inferior, dependiendo de las acciones que hizo en vida. La muerte es un hecho inminente, ¿por qué resistirse entonces? ¿por qué alargar la vida innecesariamente? Hay que vivir, sí, la vida es invaluable, pero hay que saber vivir y hay que saber morir, o sea, hay que saber aceptar la muerte como tal. El desapego a la vida garantiza la continuidad de otras vidas.
La gente del bosque y del río ha desenmarañado el arte de vivir en el presente. Sabe vivir el día a día. El pasado es una lección sin tiempo ni fecha y el futuro es algo que simplemente no ha pasado. El hoy es el hoy, el instante es el instante, el momento es el momento. Con esta fórmula no hay campo para la parodia de la discusión y el razonamiento. Hay que entender que el tiempo no es el problema, sino los pensamientos, las palabras y las acciones que realizas en ese tiempo. Con la mentira, la envidia y el chisme desperdicias tu presente.
La gente del bosque y del río ha descubierto el secreto de vivir en familia, en comunidad, en sociedad. Ha resuelto el problema de la interculturalidad antes que esta palabra fuera inventada por el pensamiento moderno. La supervivencia y la felicidad reside en la construcción de un vínculo fuerte, inquebrantable y leal con los parientes. La familia o el grupo de familias conectadas por la fuerza de la paciencia, la verdad, el trabajo solidario y la potencia física, están en ventaja frente a las familias fragmentadas por la deslealtad, la mentira, el abandono y la ambición. El secreto de la convivencia de la gente del bosque y del río es precisamente no vivir juntos, sino juntarse cuando es necesario convivir. Sí, cada familia en su lugar, en su retazo, en su quebrada, en su chacra, en su casa, ensimismada en un pedacito de la inmensidad de la selva, pero interconectada con las demás, cercana, reciprocante, unida, conviviente.
La gente del bosque y del río sabe educarse en el conocimiento de su entorno. La Naturaleza es una maestra de conocimientos infinitos e inescrutables. Solo los más aventajados discípulos y discípulas han logrado desentrañar la magia de ese conocimiento y logran traducirlo a sus coetáneos mediante la vertiginosa oralidad y el aleccionador ejemplo. La gran escuela es el bosque y el río y los grandes maestros son los Seres Superiores, sean benefactores o malhechores. Cada discípulo aprende que el objetivo de crecer no es quejarse ni llorar, más bien es trabajar la independencia, la franqueza, la destreza, la competitividad, la fuerza física, la entereza y la compasión.
La gente del bosque y del río dibuja en el lienzo de la vida un esquema práctico e inmediatista. Las promesas para ellos son como ráfagas de viento que se llevan las nubes. La planificación económica y estatista es un discurso divertido de gente ilusa. Tú puedes ofrecer millones en en futuro cercano a la gente del bosque y del río, pero si en ese momento aportas una moneda, entonces ya vales lo que dices. La palabra se empeña en el momento, no en el futuro. La acción es la mejor garantía de tu palabra hipotecada. “Mejor haz y no hables” sería la frase perfecta que estoy buscando. Puedo decir también “mejor dame ahora y no me digas para mañana”, “mejor no hables si no vas a cumplir”… Ya has entendido el mensaje, pero debo repetirlo, porque la oralidad es reiterativa para que entiendas pues, para que el mensaje se quede en ti, para que asimiles, porque eres joven, imprudente, alevoso, desatento, inmaduro.
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