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¡Talita cum! (La fe de un matsigenka)


“Y tomando a la niña por la mano, le dijo: Talita cum (que traducido significa: Niña, a ti te digo, ¡levántate!)”. Marcos 5:41

A continuación, relataré un episodio de la vida de un padre matsigenka, creyente evangélico, a quien llamaré Diosconnosotros. Él vive actualmente en una comunidad nativa del Bajo Urubamba, en un afluente del río Picha.

Diosconnosotros convive con Ladelamiradasilenciosa, una mujer ashaninka. Dice que ella no habla castellano, aunque lo entiende, y lo he comprobado: se puede mantener una conversación elemental con algunas señas, pero la comunicación más profunda se da con la mirada. Ella posee una mirada transparente, acogedora, lírica. Es posible verla interiormente, y ella a ti, con facilidad.

Diosconnosotros, en cambio, tiene una mirada desconfiada. Parece un matsigenka experimentado, que ya ha visto todas las artimañas que el chori —el extranjero— puede hacer con la palabra y la letra. Por eso desconfía. Más bien diría que tiene la “mirada de pendejo”, ja, ja, ja. Es alguien que conoce bien “el teje y maneje” del mundo, sin duda, pero sigue siendo un matsigenka en pleno: confiado, crédulo, sonriente y sensible a la bondad y al compartir.

Diosconnosotros y Ladelamiradasilenciosa tienen tres hijos: dos mujeres y un varón. El 26 de diciembre de 2024, la hija del medio, de siete años y cuatro meses, “mi más querida hija, la gringuita, la que más amaba” —dice él— llega al Hospital Regional del Cusco en estado crítico. La internan en un área especial de pediatría, algo similar a “cuidados intensivos pediátricos”. La atienden varios médicos y enfermeras (lo cual nunca es buena señal). Los aparatos suenan sin pausa. La niña no abre los ojos, pero se mueve a ratos con temblores sincopados. Su cerebro bulle, tiembla, tiembla. Su expresión es la de una niña enferma, al borde de la muerte. El padre permanece tranquilo, como buen matsigenka: ni esperando el desenlace ni la sanación, simplemente tranquilo. Conversa como cualquier otro día. La madre, en cambio, se frota las manos entre las piernas y mira hacia abajo. Triste, sin duda; o más bien pensativa. No llora. Solo me observa, al principio desconcertada, y luego, cuando me conoce un poco mejor, me sonríe con franqueza.

Dos días después, la niña —a quien llamaré Talita— es trasladada al área de UCI, cama 10. Ahora tiene más aparatos que antes y una cama grande, inmensa. “La hemos dormido”, nos dicen los médicos, es decir, la han sedado.

El padre asegura que, cuando la visita y le toca la frente, ella palpita, como reaccionando a su mano. Yo también entré a verla: parecía dormida, esperando el descanso eterno. “¡Adiós, Talita, buen viaje! ¡Nos vemos del otro lado!”, pensé en silencio.

Días después, Diosconnosotros me cuenta que soñó con su hija:

Ella iba con un vestido largo, del color de unas flores, caminando por un sendero ancho… digo angosto, bonito. Ella era luz, o el sendero era luz. Se despedía, pero no me decía nada. Solo se iba.

—¿De qué color era el vestido? —le pregunté.

—Del color de las flores, de unas flores.

—¿Rosado? ¿Rojo?

—No, de las flores… ay tá, de estas flores… —dijo, señalando unas violetas.

Entonces le sugerí: “Cómprale un vestido tal cual viste en tu sueño y, cuando parta, la vestimos con eso, porque tu hija se está despidiendo, amigo”.

—Ya pues, más tarde o mañana me acompañas a comprar el vestido —me respondió.

Como todo matsigenka —como todo indígena—, él toma muy en serio sus sueños, que guían su vida cotidiana. Pero esta vez iba más allá. En otra conversación, al hablar sobre religión, mencioné a los padres dominicos, que históricamente tuvieron presencia en la comunidad. Sin embargo, Diosconnosotros me dijo que no era católico, sino evangélico.

En adelante, cada vez que conversábamos, me hablaba con tono profético. Creo que solo los evangélicos logran convertir a los indígenas en profetas absolutos; los dominicos, en cambio, solo los hacen sentir pecadores o, en todo caso, humanos terrenales. Los pastores evangélicos parecen conectar mejor con el pensamiento espiritual y mítico del indígena, haciéndolo sentir especial, con un propósito.

Diosconnosotros me contó que, la noche siguiente al primer sueño, soñó que un ángel —o Dios mismo— le dijo que tenía una misión importante, que Dios haría en él un milagro para mostrar su gracia. Yo le respondí: “Amigo, tienes un propósito”. Y él contestó: “Sí, sí, un propósito”. Como también soy proclive a lo profético —por mi formación ayahuasquera—, con mis palabras terminé confirmando lo que él insinuaba: que era un elegido, un profeta. El asunto tomó cuerpo cuando dijo:

Mira, Dios me ha quitado a mi hija más amada, mi hijita querida. Es una prueba. Yo sé que la va a levantar.

Ese mismo día, los médicos determinaron muerte cerebral para Talita. Oficialmente, estaba muerta, al menos para los criterios de la medicina científica. Pero ¿qué determina realmente la muerte de un cuerpo? Cada ciencia y religión tiene su propio criterio.

Talita pasó a la morgue del hospital, una congeladora pequeña pero elegante, envuelta en un plástico negro. Era 31 de diciembre de 2024. Queríamos enterrarla el 1 de enero de 2025, pero por ser feriado no se podían hacer los trámites en el cementerio. Lo dejamos para el jueves 2. Además, Diosconnosotros esperaba que le pagaran deudas pendientes para solventar los gastos.

El 2 de enero me encontré con él y varios familiares matsigenkas residentes en Cusco. Entre ellos, su hermana, casada con un “chori”, un puñáruna de Andahuaylillas. Tienen hijos; conocí a la hija, adolescente, que sueña con ser médico.

Al verme, Diosconnosotros me cuenta otro sueño:

Mi hija me ha reclamado, hermano. Me dijo: ‘¿Por qué me has dejado en ese lugar frío? Yo quería levantarme y no podía porque hacía mucho frío’. Así me dijo. Debimos sacarla y velarla anoche, y recién hoy enterrarla.

Solo pude responder: “No te preocupes, hermano. Hoy verás a tu hija; la sacaremos de la morgue, la vestirás y luego la llevaremos al cementerio.”

La funeraria Puma condujo a la familia a la morgue, en una esquina apartada del hospital. Una familiar me dijo: “Hermano, mi hermano soñó con este lugar. Dios lo guiaba hasta aquí. Cuando lo vio, lo reconoció. Lo estaba guiando hacia su hija.”

El personal de la funeraria preparó a la niña mientras la familia esperaba ansiosa. Luego salió en un cajón blanco, hermosa, con un ojo semiabierto y algodones en la nariz y la boca. Bella, dulce, con el encanto de su madre y el color de su padre. Parecía dormida, soñando quizá. El padre se acercó al cajón y, por la ventanilla, la llamó: “Noshinto, noshinto, noshinto” (hija, hija, hija). Esperó respuesta. Nada. “Vamos”, dije yo.

En el cementerio, con la fosa lista y las amarras preparadas, con la niña vestida de blanco violeta como un ángel, Diosconnosotros volvió a inclinarse hacia ella:

Noshinto, noshinto, noshinto… (dijo otras palabras en matsigenka que no entendí). Esperó, y otra vez: Noshinto, noshinto… levántate.

Los sepultureros estaban inquietos: solo trabajaban hasta las 4:00 p. m., y ya eran las 3:50. Apuraron el rito. “Hermano —le dije—, tenemos que enterrar a la niña.” Él soltó las amarras, la vida de su hija, pero no su fe. Bajamos el cajón con prisa. Lamentable. En minutos, la tierra cubrió el hueco y se alzó una cruz de 50 soles. Antes, Diosconnosotros elevó una oración sencilla, con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba:

Padre Dios Todopoderoso, mi hija está en tus manos, a tu lado, llévala contigo, Señor. Padre nuestro que estás en los cielos, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Todos respondimos amén. El profeta soltó las amarras, pero no su fe. Sabía que tenía un propósito, una misión, un testimonio que lo respaldaba.

Vinieron las fotos: en el cementerio, junto a la cruz, frente al hoyo eterno. Nadie lloró. Tal vez la madre, aunque no la vi. El padre, casi eufórico, no estaba triste ni molesto ni alegre: estaba confiado, satisfecho, agradecido.

Ese día, según los médicos, murió una niña. Según los evangélicos, nació un profeta. Para mí, ese día renació en Diosconnosotros la matriz espiritual matsigenka, la noción trascendental de la vida, la visión supraordinaria (lo “mítico”, diría la gente común). Y si de lo suprasensible se trata, no hay mejor profeta que un indígena.

Donaldo Humberto Pinedo Macedo.

Cusco, 03 de enero de 2025.

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