Solo en esta era y en este lugar, donde se superponen tradición y modernidad, la gente asiste indistintamente al consultorio de un médico o busca al shaman. La finalidad es la misma: el deseo de sanarse, de curarse, de acabar con las dolencias y las aflicciones.
En efecto, las pastillas son muy útiles, porque la súper concentración de químicos explota inmediatamente en el cuerpo del enfermo, generando una sensación de cura casi instantánea. Uno sigue las indicaciones de la receta y en unos días o semanas el cuerpo está sanito. Desde luego, hay tratamientos mucho más largos y agotadores, incluso dolorosos e interminables. Pero vamos, la pastilla concentrada puede casi con todo, incluso, paradójicamente, con las partes sanas del cuerpo. (Parece que la química excesivamente concentrada está tan “concentrada” en curar que también mata las partes sanas).
El tratamiento ordinario de la receta con pastilla, en el mejor de los casos, cura el dolor y las heridas, pero no puede hacer nada con las aflicciones o lo que podemos llamar “el dolor del alma”. Hablo de la pena, el desánimo, la decepción, la desesperanza, el desgano de vivir, la inconformidad, la angustia. En este campo las pastillas no pueden hacer nada, salvo que el médico tenga la sutil paciencia de aconsejar a sus pacientes o derivar el caso al sicólogo. Claro, si éste no encuentra nada, entonces al siquiatra, y si éste tampoco encuentra nada, entonces se concluye de que el paciente es un majadero que está inventando enfermedades.
Gracias a Dios, solo en este tiempo y lugar, tenemos medicinas alternativas a las qué acudir. El shaman, por ejemplo, combina para la sanación dos ingredientes que tienen resultados integrales: por un lado el brebaje y por otro los rezos cantados o ícaros. Es decir, combina química y palabra. Pero ojo, la química no es cualquier sustancia. El brebaje que ofrece el shaman es un poderoso sicoactivo, una sustancia que activa partes del cerebro que de otra forma estarían adormiladas. Activa, sobre todo, el plano de la conciencia: el pensamiento, la imaginación, las visiones. Todo ello alimenta el discernimiento y el descubrimiento de los males y dolencias, de las aflicciones y pesadumbres. Abre, en otras palabras y de acuerdo a la escuela, el poder de la sanación extrasensorial.
Suma a ello el shaman sus cantos, sus ícaros, sus rezos. La palabra cantada en forma amorosa y potente estimula el estado de ánimo del paciente. A través de su canto el shaman invoca a todos los seres o entidades que han causado la enfermedad o saben cómo superarla. Por eso el shaman canta, porque recibe la información necesaria para sanar a esa persona. Él aconseja cantando para rectificar el pensamiento y los hábitos del paciente, para reconfigurarle, para recomponerlo, para decirle y repetirle una y otra vez el camino que debe seguir. Él canta porque la revelación se manifiesta en su voz, en su canto, en su amor, en su intención de sanar.
Sin embargo, con todo ello, tanto el poder de la pastilla como el de los ícaros sicoactivados, caen en un saco tan hondo como el hoyo de nuestra indiferencia cuando el paciente no sigue las instrucciones. La sanación no es un asunto de retornar a las pastillas o al shaman cada vez que uno se enferma, sino es una labor diaria y permanente, una labor que requiere toda la vida y más allá. Insisto que no podemos reducir la sanación a una o mil visitas al médico o al shaman, simplemente hay que seguir sus consejos, y cuando lo hayas hecho ve por más, ya que tarde o temprano aprenderás a curar también.
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