Emociones que me produjo el libro de Antonio Sueyo Irangua y Héctor Sueyo Yumbuyo, 2017, editado por el Ministerio de Cultura y otras instituciones. Disponible en: https://repositorio.cultura.gob.pe/handle/CULTURA/628
El libro expone el testimonio de Sontone, el nombre original de Antonio Sueyo, quien vivió en aislamiento durante su infancia y parte de su juventud. Me han gustado los dos primeros capítulos, porque abundan en detalles y descripciones. Sontone, recuerda su niñez de aislado con especial emoción, como si quisiera volverla a vivir. Pero, el tercer capítulo, el del contacto, cae en generalizaciones y anécdotas salpicadas. Da la sensación de que Sontone no cuenta todo, o que no todo lo que dijo se incluyó en el libro.
He releído el testimonio, sí, para conmemorar a Antonio Sueyo Irangua, quien ha partido al otro mundo, debajo del agua, para vivir bien. Me pareció que Sontone, fue un niño y joven feliz; disfrutaba del bosque, de sus congéneres, de sus parientes, de los rituales, de las festividades, de los encuentros comunales, de la dicha de vivir y compartir en comunidad. Me pareció, además, que fue un joven creyente, seguro, con un destino revelado por sus oráculos. Por eso caminaba y exploraba a sus anchas, sin miedo.
Me gustó cómo describe la vida en zozobra debido a las constantes amenazas de ataque por parte de sus enemigos. Como buen guerrero, Sontone no relata la situación con la típica frase del cobarde acorralado, “tal vez este sea mi último día”, sino como una circunstancia que todo arakbut, templado en las lluvias de granizo y en las luchas cuerpo a cuerpo, debía sobrellevar.
Me ha gustado, también, la descripción de sus travesías por el bosque para cazar, pescar y recolectar. Aunque los arakbut de aquella época vivían en alerta, en una fortaleza natural, tenían movilidad para hacer sus chacras y establecerse en otros lugares según las temporadas de caza, pesca y recolección. Para Sueyo, el resguardo del aislamiento, el vivir calato, era un privilegio; constituía un mundo idílico, un buen vivir permanente.
En pocas palabras, luego de leer el libro, me he sentido, muchas veces, en los pies de Sontone, y puedo decir que, con las distancias de tiempo, espacio y personalidad, he disfrutado ser parte de él. Y aunque mi disfrute haya sido esporádico, debo decir, claramente que, Antonio, te comprendo.
Imagen del IEP |
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El testimonio de Sontone, recopilado por su hijo, Héctor Sueyo, ofrece varios puntos de reflexión. Me concentraré en dos, el aislamiento y el contacto. Como citadinos, nuestra única referencia del aislamiento fue durante la pandemia Covid-19. Encerrados en casa, rezando para que llegue la vacuna, vestidos de astronautas, evitando el estornudo ajeno. La virtualidad fue nuestro único vínculo social. Casi nadie se atrevía a salir por las calles; estábamos apretujados en nuestras casas. En cambio, para Sontone, el aislamiento era otra cosa. No sé si él o su pueblo se sentían en aislamiento, propiamente dicho, porque más parece que estaban seguros, protegidos y en comunidad. Tenían libertad de establecer varias viviendas, según la temporada, a lo largo del río, o caminar por el bosque hasta sus fronteras en busca de caza y pesca. Además, tenían una articulación frecuente y sostenida con otras familias de su clan. Su espacio de interacción, estaba cercado por las montañas, los ríos grandes y sus enemigos beligerantes. Los Arakbut de la época, guerreros de ofensiva y ataque, vivían en una fortaleza natural que tenía diferentes grados de resguardo. La única razón para salir de su “celda”, extensa y sin barrotes, era para atacar a sus enemigos, explorar y conseguir machetes. Así, mientras que nuestra distancia social generó sufrimiento por el encierro en cuatro paredes y la ausencia de familiares, el aislamiento de Sontone --tal como en las comunidades nativas durante el Covid-19-- fue la época del resguardo y de la convivencia familiar, de la abundancia y de los rituales de iniciación, del respeto a los tabúes, de la libertad y de la autodeterminación. Por estas razones, me dificulta decir que Sontone estuvo en aislamiento.
Por su parte, el contacto, siguiendo la ruta de Sontone, fue un proceso elástico, un tira y afloja constante que involucró eventos previos (sobrevuelos, avistamientos, rumores, trueque) que tuvieron resultados inciertos, más aún cuando el contexto estaba marcado por la desconfianza y la hostilidad. El contacto, por tanto, respondió a múltiples intereses, el de los aislados (machetes, ropa, medicinas) y el de los contactadores (evangelizar, civilizar, despojar, proteger). Así, el contacto se fue construyendo, indefectiblemente, en la coincidencia de estos intereses y, sobre todo, bajo palabra de confianza. El contacto pacífico, cuando hay confianza mutua y seguridad, cuando está basado en el compartir y en la reciprocidad, es un hecho inminente.
Es aquí cuando resaltan dos actores amalgamados, el fraile dominico José Álvarez Fernández, apodado Apaktone o “papá viejo”, la cara visible del contacto, y sus traductores o intermediarios indígenas, los harakbut-wachiperi, quienes fueron las puntas de lanza, los que hablaban por el fraile o, mejor dicho, los que decían a los bravos arakbut quién era el fraile. Fue esta argamasa de frailes e indígenas intérpretes, sustentada no en la fe católica sino en la lealtad, en el cariño y en el respeto mutuo, la que finalmente convenció a los arakbut a salir.
Pero bueno, el hecho es que los frailes dominicos no fueron los únicos agentes de contacto, como generalmente se piensa. Estaban, en el barco, una pléyade de actores e intereses, unos más sinceros que otros: caucheros, madereros, mineros, comerciantes, agricultores, empresas extractivas, inmigrantes… Cada uno, marcó un estilo de contacto y, por tanto, una consecuencia social en la vida de los arakbut contemporáneos.
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