Estoy rumbo a Quillabamba desde la ciudad del Cusco. Me acompaña Beatriza, una matsigenka de 28 años. Le pesa la mirada mientras pasamos el abra Málaga. Es la altura. Estamos a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Su bebé, de tres meses, también la está pasando mal. Miro preocupado a Beatriza y ella, despeinada, como si despertara de un pesado sueño, saca una gran sonrisa y ríe con tres sílabas encantadoras. Le quito la mirada y luego de un rato la vuelvo a mirar, e igual, ella me planta la misma risa y sonrisa. Está programada.
Hay que reír frente a la muerte
Beatriza, me hizo recordar una anécdota que me pasó hace ya varios años atrás. Visitaba yo la comunidad nativa de Timpia. Al día siguiente, junto a dos varones matsigenka, fui hacia el asentamiento de Tsomontoni, el hogar de ellos. Caminamos un buen trecho, a toda prisa, hasta que llegamos a la orilla del río. Teníamos que vadear para seguir nuestro camino. Los dos matsigenka, rápidamente, sacaron de entre los arbustos un remo escondido. Mientras yo miraba el caudal y calculaba la distancia, ellos ya tenían lista una canoa. Me hicieron señas para subir, así que lo hice, aunque con temor, porque la canoa era angosta, ovalada e inestable. Me indicaron que me sentara en el medio y así lo hice.
Empezamos a vadear. El de la proa, empujaba con su tangana, y el de babor, remaba a toda prisa. Aunque había remanso, el río, más abajo, se convertía en una cascada estridente y pedregosa. Amenazante el asunto. Así que el plan era remar a toda velocidad para evitar chocarnos con “el peligro”, como decían los paisanos. En medio de la correntada, perdimos velocidad y la canoa estaba arrastrándose inevitablemente hacia un destino fatal. Volteé al escuchar una risa y vi que el remo se había partido en dos. El remero tenía un palo en la mano. Ambos tripulantes se rieron más aún, al tiempo que remaban desesperadamente con lo que podían. Yo también me puse a remar con mis manitas chiquitas y gorditas. Traté de guardar la calma, pero el sonido del agua chocando con las piedras, cada vez más cerca, me desesperó. Remé con toda mi alma. Remé por mi vida. Los paisanos seguían riendo y remando con desesperación. Extraña mezcla. Logramos alcanzar la otra orilla a duras penas. Bajamos de la canoa exhaustos. Yo estaba perturbado. De pronto, sin recuperar el aliento, ambos paisanos, mirándose, reían a carcajadas y repetían constantemente esta frase: “casi nos morimos”, y se partían de la risa.
Caer y reír
Hace unos veinte días, en mi casa del Cusco, alojo a Ana, una joven de 19 años que está recuperándose de un síndrome que la reseteó a tal punto que tiene que aprender a caminar de nuevo. Ella es del mismo asentamiento que los paisanos de la anécdota, esos que ríen al pie de la muerte.
Ana, no se sostiene por sí misma. Hay que ayudarla a caminar sujetándola del brazo. Ana, pesa y no quiere caminar; es perezosa. Muchas veces, mientras la llevamos, nos mira con pena y toda angustiada nos dice: “no pedo camina”, y luego ríe con su propia mentira y pierde fuerza. Es cuando la tenemos que sujetar con mayor ahínco para evitar que se caiga. A veces, no logramos contener su peso y todos caemos al suelo en cámara lenta. Entonces, Ana, tirada en el piso y adolorida, vuelve a reír a carcajadas por un buen rato. Le resulta difícil retomar la respiración, el aliento de la vida. Prefiere reír de su ocurrencia y de la caída, aunque le duela. Todo se detiene cuando Ana ríe. A veces pienso que en ese momento, cuando le falta el aire, como si se ahogara, como si la vida estuviera por acabar, es cuando vive realmente. Ana no se levanta de sus caídas, se ríe de ellas.
Rigor ¿La mejor medicina?
A veces, observo a otros cuidadores de Ana, enfermeros y enfermeras, fisioterapeutas, esos que tienen uniformes y grados. Me resultan impacientes. Le prohíben a Ana reír, porque no se concentra en los ejercicios. Ana es juguetona, ríe para no hacer, bromea para no caminar. Esto es una afrenta para los profesionales de la salud, quienes han encontrado como única salida la seriedad, la rigidez, la amenaza, la severidad y el rigor.
El personal de salud trabaja con metas y objetivos sujetos a un tiempo, por tanto, no hay tiempo para reír o para engreír mientras se trabaja. Para el personal de salud, el tiempo es algo serio. El día que la risa y la carcajada sean parte de la terapia, sean un requisito y una meta, entonces ese día la salud se habrá inclinado hacia la concepción indígena de la sanación.
El tic de la risa
En mi interacción con la gente del bosque y del río, en este caso con los matsigenka algo alejados de la modernidad, he notado la facilidad que tienen para reír, de reírse de sí mismos y de los sucesos que giran a su alrededor. Sonríen y ríen ante situaciones y personas extrañas. Develan, en su sonrisa, el eterno disfrute de la vida. Y aunque pasan episodios crudos, saben sacarles la vuelta con una sonrisa o una eventual broma.
La risa y la sonrisa del matsigenka es una arma letal para el corazón sensible y querendón, como el mío, que, dicho sea de paso, también le gusta reír. Supongo que por ello me veo reflejado en la gente matsigenka, o, mejor dicho, compartimos la misma esencia. Si tu corazón es bondadoso y alegre, entonces estás hecho para esta gente, estás hecho para la selva.
Vivir es reír
Aunque la risa y las sonrisas matsigenka puedan parecer un tic, una acción intuitiva, no lo son. La alegría está instalada en lo profundo del indígena. Está en su ADN. Esta gente, a lo largo de milenios, ha concluido que la mejor forma de vivir es reír. Así también, ha descubierto que la mejor forma de interrelacionarse con el otro es a través de una sonrisa. Así que es hora de que lo intentes: ríe.
Donaldo Humberto Pinedo Macedo.
Quillabamba, miércoles 17 de abril de 2024.
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