Tenía el suelo fértil, el agua pura, el sol radiante y todos los susurros permitidos para su edad, pero aún así no sonreía, ni siquiera coqueteaba, mas con desdén se inclinaba ante la vida. Los demás árboles relucían con su aroma y hacían el amor en toda forma y color. El jardinero sabía porqué. Lo había intentado todo, romper el cáliz, endulzar los pistilos, calentar los estambres y cultivar los óvulos, pero nada, el viejo árbol se veía cansado, desanimado, esperando el desentierro con las raíces aflojadas.
Entonces el jardinero soltó lo imposible, eso que no está permitido, que no viene con uno, pero que sin embargo sale estrepitoso cuando el amor frustrado rebalsa, esa parte del alma que traspasa el propio cuerpo, ese estruendo que nace en la garganta del amante, ese impulso que adormece la soledad y el silencio, esa palabra montada en primitiva sinfonía, esa oración que funge de melodía. Desde entonces y todos los días, como preámbulo del amanecer, el jardinero, apostado en las copas, le canta al viejo árbol para que sus tiernas flores giren con alegría hacia el sol y sus frutos de sabiduría llenen la boca del hombre. Fue así como conocí a ese picaflor, dueño del jardín.
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