Un pie o un pie soltero, sin pareja, eso quiere decir chullanchaqui. ¿Y el otro pie? ¿Cómo podría ser un solo pie? ¿Será pirata pata de palo? No. No es pirata ni anda con muleta, es un ser que tiene una pata de sajino y la otra de humano. El resto, todito, es igual a ti o a quien quiera.
La gente Harakbut, conoce, como todas las gentes de la Amazonía, al Chullanchaqui, ese ser que, por joder o por jugar, se aparece al incauto, al desprevenido y al menso como si fuera una persona ligera y conocida, de confianza, cercana. Es un ser de reemplazo. Es como un auxiliar de colegio que funge de sabio profesor.
Como fuera, decía que la gente Harakbut lo conoce como Chullanchaqui, así como la gente punaruna lo dice, pero, en el fondo, digo yo, se trata de T’oto, ese ser maligno, temido y perverso que, a decir de los Harakbut, se aparece al incauto en media selva y le seduce, le arrastra, le lleva, le come, le devora, le pierde y le entierra. No hay más, mordiste el anzuelo.
Yo conocí al Chullanchaqui, pero ojo, no era él, sino ella. Sí, era una fémina, una dulce y cándida fémina. Va mi historia. Y como la estoy contando, te das cuenta que he sobrevivido, que he logrado escapar de sus garras… eso creo.
Mi esposita y yo, por azares laborales, nos mudamos a Puerto Maldonado, la ciudad forjada por madereros y traficantes de goma y ahora poblada de punarunas, limeños y cuantas etnias no amazónicas puedan caber en esa inmensidad. Una de ellas, mi familia. Pero lo atractivo de Puerto, no es su cercanía a Brasil ni su castellano un cuarto mote, un cuarto patricio, un cuarto españolísimo y un cuarto nativo, no, es lo que se cuenta de ese lugar, lo que existe allí, tras las bambalinas de los árboles y los ríos, sí, los misterios que rondan en boca de todos, los misterios que te visitan aunque incrédulo seas.
Ni bien llegando, en el primer paseo por la plaza y con el primer sorbo de refresco de copoazú en los “Gustitos del Cura”, ya la mesera, como quien te da la bienvenida, te cuenta los misterios que, ese rato, o luego de pagar la cuenta, no los crees, pero que por la noche te visitan en sueños. Carajo de palabra. Ya decía alguien que el invento más peligroso del hombre es la palabra.
Conseguí alquilar una casa en un barrio cuyo nombre no recuerdo. Solo tengo en la mente la casa. De madera, asentada en pilotes y embadurnada de petróleo y pintura verde oscuro con brillo de night-club. Tenía ese olor entremezclado de aceite, tierra y humedad. Pero me gustaba. Era rústica, como yo soñaba. La casa florecía como las demás yerbas de la avenida, en medio de la tierra y el barro (mentira, no hay barro allá, solo una masa floja y desarmada).
Mi señora, recién llegadita a la selva, no aguantaba el calor, los bichos, las arañas saltarinas, el sopor, la falta de civilización, la ausencia de su familia, la persistencia de la tradición amazónica que no da tregua a una mujer andina, costeña, mestiza, blanquita, crespita y citadina de mundo frío, alto y cusqueñísimo. Sin embargo, ella, feliz de estar conmigo y con la cría, la niña, la Linda, la primera, “el primer tomo” de nuestra tesis (luego vendrían dos tomos más, Adri y Sol).
Todos los días era pelea. Que si no hay luz, que si no hay cocina eléctrica, que si no hay lavadora, que si no hay médicos, que si no hay garantías, que si no hay… Que te vas todo el día, que no comes lo que cocino, que me dejas sola, que solo piensas en tus nativos, que estás muy gordo por tanta chela, que pa qué te vas o pa qué te quedas. En fin, mi señora pues. Vivíamos, como quien dice, en paz y armonía, porque ella me entendía y yo a ella, plenamente. De cada queja, salía una risa. De cada pelea, una caricia. De cada desplante, un abrazo. De cada palabra fea, un “te amo leyna”. De cada majadería, una reconciliación ardiente. En fin, vivía feliz con mi señora.
Un día, llegó mi suegra. Se quedó acompañándola, digamos, una semana mientras yo salía por mis viajes por el bosque y el río. De regreso a casa, entusiasmado, y extrañándola, la imaginé como siempre, recibiéndome con su jeta tamaño del susto y con los brazos entrecruzados, molesta, porque no le llamé, porque no le dije la verdad sobre los días del viaje, porque vine todo quemado por el sol, porque no me puse el repelente, porque no llevé la ropa que ella alistó, porque siempre traigo a un nativo con hambre… En fin, yo esperaba lo que todos los días espero al llegar a casa. Pero no, esta vez no. Silvia me recibió alegre, danzante, cándida, feliz, agradecida, compasiva, comprensiva, atenta, sonriente, cantando, avivando el rubor, sonriendo tras sus lindos y llamativos crespos, endulzando sus labios, atizando sus ojos "pardos verdosos" (así decía su Libreta Militar). Me abraza y siento su aroma de baño de flores que se entremezcla con la maleza, quiero decir, con las miles de plantas desconocidas del barrio. Es una danza de aromas y afectos.
Comí, bebí y me recosté, aunque dubitativo, pensativo, queriendo saber qué había pasado. ¿Mi mujer vio la luz? Ella me seguía atendiendo, con excesiva fruición. No estaba en sus cabales. ¿Qué le dijo mi suegra? ¿Qué chismeó con sus amigas? ¿Cuál de los Testigos de Jehová, que siempre tocan, quizá por reflejo, esta casa vetusta, la puso en modo iluminación? No sabía si alegrarme o llorar. No, no sabía. ¿Esta es mi mujer?...
Mientras ella salió al patio, a lavar los servicios luego de una exquisita comida novo-amazónica preparada por sus lindas manitas blancas y delicadas, me volvió a saltar la duda. Así que la seguí sin que se diera cuenta, la observé de reojo escondido tras el filo de la puerta. Ella, lozana, lavaba los platos, los enjuagaba y los secaba, mientras entonaba una melodía. Eso me sorprendió más. No era usual. Siempre lavaba los platos ardiendo de feminismo y autonomía laboral. Tomé valor, recé, me protegí con un icaro aprendido en los trajines de la conciencia. Me elevé hasta alcanzar mi armadura. Di un brincó y la agarré de los cabellos y la sacudí con todas mis fuerzas mentales (mi mano a penas y se movía), y le grité con el poder conjugado de Sangama, Ino Moxo y Ariyuma: “¡Fuera carajo, fuera Chullanchaqui, fuera, regrésame a mi mujer!”… Ella me miró extrañada y confundida por el sacudón cabellesco, pero no le di chance de reaccionar. Le puse mi peso al frente y seguí gritando, eufórico. Ella me dijo suavemente “au, deja oye, por qué dices eso, qué te pasa”. Como la vi tan calmada en medio de la tormenta, me detuve. La miré fijamente, le disparé los virotes ojo por ojo, y le dije: “¡Tú no eres así!”. --¡Calla baboso, tonterías, hablas!--, me dijo y sonrió por la ocurrencia.
Hoy, veinte años después de ese día, aquí en mi casa, no me imagino qué haría si la Chullanchaqui de aquella vez regresa a tomar posesión de mi mujer. No sé si ahora podría enfrentarla. Tal vez la dejaría quedarse. (“¡No digas tonterías Doooossssiooooo!” Me resuena en la conciencia la voz de mi mujer). Pues no, no regresará, tengo la casa protegida con varas de chonta, floripondio, agua bendita y cantos candado. Y para asegurarme en este plano, sigo siendo un idiota lunático moribundo de amor que hace que mi señora, la engreída y reclamona, no se vaya. La tengo sujeta, porque con ella el maridaje es eterno.
Donaldo Humberto Pinedo Macedo, Cusco, durante los soponcios de setiembre de 2023.
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