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El viento tenía nombre

––¿Por qué me has hecho esto, Arnol?

––Es que me gustas mucho, Laura.

––Pero yo no quería que tú… que tú me tocaras.

––Ya no importa... ya acabé.

En cuanto terminó de hablar, Arnoldo subió su calzoncillo hueco hueco y descolorido y su truza de la misma raza que, pegadas como si estuvieran cosidas, habían quedado atrapadas entre sus rodillas. Dio un salto y se puso el polo sucio y ahuecado, agarró su machete y salió de la choza apartando la débil tela que resguardaba la puerta. Estiró ambas manos y bostezó satisfecho. Mientras olfateaba repetidas veces el fresco de la tarde, acomodaba con una mano el ya distendido pene. Caminó un trecho y sus pasos dejaron de escucharse para siempre.

Me quedé acostada, llorando, tapada con una manta rasposa e insensible. Al rato tuve que levantarme para sacar la olla del fogón. El caldo rebalsaba, igual que mis lágrimas. Nunca sentí interés por Arnoldo, tampoco le di motivos. Simplemente vino cuando nadie y me tomó. 

–//–

Ya no puedo disimular mi panza. Ha crecido. Es pequeña y redonda, parece una pelota de fútbol. Y yo parezco una culebra con un nudo. Mi mamá sospecha, más bien ya sabe pero no me dice nada, hasta ahora.

––¿De quién es?

––De nadie.

––¿Cómo que de nadie? ¡Seguro el viento lo ha hecho, o el rayo! Dime ¿Ha sido mi marido? ¿Ha sido tu hermano? ¿Ha sido tu tío? ¿Ha sido el profesor? ¿El ingeniero? ¿Quién ha sido? ¡Habla! 

––Ya no importa mamá, no lo querré. No lo quiero. Lo regalaré al río cuando nazca. 

––¡Ja!

–//–

He sentido fuertes dolores. Vienen y desaparecen, pero cada vez son más intensos. Tengo la barriga tan grande… ¿Cómo habrá crecido si apenas como? ¡Ay! A penas me puedo agachar para soplar la candela. Prefiero dormir… ¡Mamá, abuela, creo que ya viene…!

En medio del bosque, agarrada de una rama, casi de cuclillas, sudo y pujo. Sangre, caca, orines… Sale un llanto agudo, es una niña. Me aprietan la barriga, para que salga todo, me dicen, pero sale otro llanto. Es otra niña. 

––¿Qué vas a hacer ahora, Laura? ––Dice mi madre–– ¿El río querrá dos niñas?

––Nada de río ––dice mi abuela–– estas niñas están bien, están sanitas, aunque estita, la ultimita, está muy flacucha, como su madre. La primerita puede quedar, la otrita, no sé. 

––¡No quiero a ninguna! ––Grito de rabia y de dolor.

––Callate hija, estás perdiendo sangre, tenemos que ir a la posta.

No quise. Ya en la casa, mi madre mandó llamar a la licenciada. Esta me mira y me atiende de inmediato. Me pone agujas en las venas, me da de tomar pastillas, me limpia con trapos y agua caliente, me habla bonito y de paso me hace esa maldita pregunta “¿Quién es el papá?” Finjo dolor y grito, grito pensando en él, grito su nombre, pero nadie entiende, nadie escucha. 

––¡Qué lindas están tus hijitas! ¡Son gemelitas! ––Dice, emocionada, la licenciada––. Hay que cuidarlas muy bien, tienes que alimentarlas bien, dales teta nomás los primeros meses, luego compotas de frutas y luego alimentos balanceados ––¡No sé de lo que me habla!––. Tienes que llevarlas a la posta para sus vacunas y para su control de peso y talla. Si no vienes, yo vendré y me molestaré contigo. Avisa al papá, para inscribirlas en el registro. Se tiene que hacer responsable el papá, tienen que llevar su apellido, y él tiene que cazar todos los días para traer carne, para comprar leche; tiene que trabajar para comprarles ropita y biberón. No las tengas desnutridas, flaquitas, como las demás niñas. Tienes que cuidarlas, darles su comidita. ¡Ahí está pues, para eso haces hijos! ¿Qué creías? ¿Que era fácil? ¡Es fácil abrir las piernas ¿no?! No, no mamita, te has equivocado, ahora tienes que criar, y criar es una responsabilidad.

La licenciada sigue hablando mientras alista sus cosas. Sale de la choza y sigue hablando. Su voz se oye fuerte al principio, pero, a medida que se aleja, el ruido del bosque la hace callar. Recuerdo que de la misma forma vino y se fue Arnoldo.

––¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer? Las tendrás que criar nomás, sino la licenciada nos va a denunciar. 

––No te preocupes mamá, a ella que le importa, le vamos a decir que se han muerto de repente nomás y que ya las hemos enterrado. 

––No hija ––interrumpe mi abuela––, aunque sea quedate con unita, no las descartes a las dos. 

Pienso en lo que dijo mi abuela y dibujo para ella una mueca de esperanza, pero no, el dolor regresa y todo se desdibuja. Lloro y me acurruco con lo que queda de mí. 

––Hija, no podemos fingir, criaremos nomás a las dos. 

––¡No podré con las dos!

––Yo me haré cargo de la mayorcita ––dice mi madre––.

––Yo de la menorcita ––dice mi abuela––. 

–//–

Han pasado tres años. Regresé a la comunidad para ver a mis hijas. Una es más flaquita que la otra. Parecen de dos años comparadas con las niñas de la ciudad. Sonríen y se ocultan, luego lloran. Se apegan a mi mamá y a mi abuela. Me desconocen. Tienen la cabeza grande y el cuerpo chiquito. El tamaño de sus barriguitas compite con el de sus cabezotas. Sus cabellos son lacios y largos, del color de la arcilla. Su piel está reseca. Veo sus huesitos. Caminan unos pasos y regresan a las faldas de sus madres. No tienen fuerza. Son un llanto de piojos y escaras. Solo tienen uñas para rascarse. Disimulan su tristeza con collares y pulseras multicolores. Dice mi abuela que son para ahuyentar el daño y la brujería, pero no el hambre.

¿Acaso ya nadie me preguntará quién es el padre?... Parece que ya se aburrieron de mi única respuesta. Mi madre saca de entre varias bolsas de plástico unos papeles. Me los muestra. Mis hijas ya tienen DNI ––acaban de traerlos––. Son unos plastiquitos de color amarillo que contrastan con la piel y el cabello de mis hijas. Leo nombres y apellidos y, al reverso, aparece el nombre de mi mamá como madre y el de mi padrastro como padre… 

––¡Mamá, qué has hecho! ––Le grito, eufórica––. 

––Lo que debí hacer hace tiempo ––me responde con un remanso––.

“No, no mamá ––pienso––, ahora mis hijas son mis hermanitas y su padre es…”. Antes de terminar mis sentimientos y acomodar mi rostro, veo llegar a mi tía, molesta como una fiera, y empieza a decirme que yo me ofrecí, que yo le insinué, que yo le busqué y por eso él hizo lo que todos los hombres siempre hacen, meter y sacar. Los rumores viajan como el pensamiento. Parece que mi tía ya se enteró del juicio de alimentos que estoy haciendo. Los chismes siempre estuvieron un paso delante mío.

Arnold, es mi tío. Es el hijo de mi tía, la hermana de mi mamá. Hace tres años él tenía 19 y yo 14. Cuando salió de mi casa, aquella tarde, se fue a la ciudad a estudiar. Supongo que a estas alturas ya será algo (¿o habrá dejado su semilla en otra?). No sé nada de él. Supongo que sabe de mis hijas, de sus hijas; mi tía le habrá contado. Ella lo supo todo el tiempo, por eso a veces me daba dinero y me insistía para “ser alguien en la vida”. 

––Cálmese tía ––le digo––, tal vez no haya el tal juicio, mis hijas ya no son mis hijas. Y su padre, ya no es su padre según estos DNI.

Mi tía, sin salir de su enojo, lee una y otra vez, absorta, los documentos de mis “hermanitas”… Le cuesta entender, pero se va, aún molesta y confundida, creyendo que no ha dicho todo lo que tenía que decirme.

––Mira tú ––irrumpe mi madre–– parece que el “viento” sí tenía nombre. 

––El “rayo” también tenía ––agrega mi abuelita––.

––Sí pues, ese chullachaqui tenía nombre y también una “cosita mañosita” ––digo eso mientras remedo lo feo que es y lo chiquito que lo tiene––. Todas reímos estrepitosamente mientras mis hijas empiezan a llorar del susto.

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