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Un entierro pobre

Hoy tuve la oportunidad de presenciar cómo es enterrada la gente pobre. Con pobre, me refiero a sin dinero y sin familiares que brinden respaldo. No es un caso extremo, es, digamos, un caso “normal”. Para tener una idea, el caso extremo sucede cuando la persona que fallece es abandonada en la morgue del hospital público. Sin más que hacer, la oficina de Asistencia Social solicita a la Beneficencia Pública una fosa común en algún cementerio para enterrar al occiso u occisa. Finito.

Para contrastar, un entierro de personas pudientes, es decir, con el dinero, el respaldo familiar y las influencias sociales suficientes, tiene servicio funerario (embalsamiento, maquillaje, cajón barroco, arreglos florales, velas, escolta, etc.), velorio (bocaditos, despedida, misa, etc.), procesión (de carros, de gente, de músicos, de plañideras, etc.) y entierro en una cripta especialmente acondicionada.

Vamos a nuestro caso. La persona, una mujer de cuarenta y algo años, murió de una enfermedad crónica en el hospital Regional del Cusco, un cáncer uterino sumamente raro. Su acompañante, mejor dicho su compañero de vida, no habla ni entiende más que su idioma materno, una lengua amazónica de las cabeceras de los ríos. No tiene familiares cercanos en la ciudad. Los suyos, están a dos días de viaje en carro y a tres días en bote, y aunque estuvieran aquí, tampoco ayudarían, porque viven del bosque y del río, es decir, de la pesca, la caza, la recolección y de la agricultura suficiente. 

La persona fallecida tiene SIS independiente (Sistema Integral de Salud). Los gastos fúnebres (embalsamiento, cajón y traslado al cementerio) deberían ser cubiertos por este seguro, y en efecto es así, pero con el siguiente detalle: el familiar de la difunta tiene que hacer el gasto primero y, luego de los trámites correspondientes, el SIS le reembolsa la plata a una cuenta de banco, pero nueve o doce meses después. El seguro reconoce mil soles. Sabiendo el negocio, las empresas funerarias nos dan vueltas como buitres, ofreciendo “apoyo” en los trámites mientras lloramos la muerte. 

–Nosotros nos encargamos de todo. –Nos dicen. 

–¿Cuánto cuesta? –Preguntamos. 

–Hay de todo precio. 

–El más barato, pues. –Insistimos. 

–Mil soles, papi.

–¿Qué incluye? –Recogemos el cadáver de la morgue, le ponemos en el cajón, le llevamos a la funeraria, le lavamos, le cambiamos, le ponemos formol y le trasladamos al cementerio. 

El trámite, para conseguir un nicho o un hueco, es otro. Ese no lo paga el SIS. Los familiares tienen que arreglársela. El “cementerio de los pobres”, en Huancaro, es la única opción. Se consigue un hueco por S/. 600.00 soles, previo trámite en la Beneficencia Pública del Cusco. 

La persona murió anteayer a las 3:30 pm y recién nos avisaron a las 7:00 pm. Ayer, tempranito, empezamos el trámite y hoy será el entierro. Ya van dos días. A contar. 

El trámite es largo. Peleamos para que la difunta regrese a su lugar de origen, ya que fue referida o traída hasta aquí por el propio sistema de salud, es decir, luchamos por la contrarreferencia para fallecidos. Nos piden varios documentos… 

La médico tratante, luego de haberla perseguido por los pasillos del hospital y por el comedor, nos da la dichosa Acta de Defunción. Un paseo. La médico está muy ocupada, no tiene tiempo para rellenar complejos formularios de gente que no importa.

Presentamos los documentos al SIS y nos dicen con cara larga “bien, haremos la licitación para la contrarreferencia, para que la lleven hasta su comunidad”. Palabras mayores. Licitación quiere decir “tendrás que esperar unos días o semanas antes que esto se haga posible”. Mientras tanto, el cuerpo, al interior de una bolsa negra bien atada, lleva 24 horas en una morgue que no tiene sistema de refrigeración.

La licitación nos espanta. No hay modo de que la persona fallecida llegue a su tierra como desea su compañero de vida, y como desean, además, sus hijas, quienes quieren ver a su madre, aunque sea muerta. Decidimos enterrarla aquí en Cusco, en el “cementerio de los pobres”. Aceptamos el ofrecimiento de una de las funerarias. El costo final fue de S/. 1,700 soles, incluidos los servicios funerarios y el entierro en Huancaro. 

Son las 5:00 pm. La funeraria nos dice, “hoy ya no se puede enterrar, será mañana”. Temprano, al día siguiente, recogemos el cadáver de la morgue. La funeraria viene con su combi acondicionada para cargar el féretro. Alistan el cuerpo en 10 minutos (no había mucho que hacer, solo inyectarle el formol y arreglarle la misma ropa del hospital con la que falleció). Nos dicen los encargados: “el cuerpo ya está en proceso de descomposición”. 

Llevamos el cajón al cementerio. No hay cortejo fúnebre. Solo el ataúd en la combi y dos taxis detrás. Llegamos. “La carroza” entra al campo santo, sube el cerro hasta llegar a un punto en que ya no puede seguir por el barro de la carretera. Tenemos que cargar el cajón al hombro. 

–¿Dónde está el hueco? –Hacemos la pregunta ingenua de siempre. 

–Aquisito nomás. –Nos responden los sepultureros. 

Luego de una hora, llegamos al hueco. Estaba casi en la punta del cerro. Caímos, crédulos, en el clásico “aquisito nomás”. Tuvimos que subir una loma de barro y sepulturas. Garuaba y la señora de la funeraria comenta: 

–La señito quería irse a su tierra. 

–¿Cómo sabes eso? –Le dije. 

–Joven, porque está lloviendo, la señito está triste, está llorando, quería irse. 

Sí, Rosa de Santa María quería regresar a su tierra para ser enterrada. Ni modo, seguimos batallando con la cuesta, descansando cada que se puede. Mis hombros están molidos. Comentamos, riendo, que estamos pagando todos nuestros pecados y todo lo que le hicimos renegar a Rosita de Santa María. Nos duele el lomo por el peso y nuestros brazos se agotan. Nos ayuda uno de los sepultureros. Es un señor viejo y ágil, pequeño y canoso, a penas se le distingue la cara por el gorro y el barbijo, pero percibo el aroma de las hojas de coca que sale de sus palabras. Un ser de hierro, chambero, ágil y terco. Le ordeno cambiar de lugar, que tome la otra punta del féretro. Él ni se inmuta, no me habla, ni me mira. Se queda en el lugar donde él escogió y sigue adelante. Pienso que es sordo. Pero no, habla con los demás normalmente. Le insisto con cariño. Me mira y mueve la cabeza diciendo “no” y se queda quieto como una roca. Cedo, yo soy el que me muevo. Me gana la moral el viejo zorro. 

Por fin llegamos al hueco. No es tan profundo. Antes de meter el cajón, la gente me pide ofrecer unas palabras. Hasta el personal de la funeraria se quita el gorro y agacha la cabeza. En este punto, los veo como familiares. Han enterrado a tantas personas, pero no se olvidan del ritual. 

Improviso unas palabras. Mi corazón se quiebra. Antes, la muerte me parecía un acto biológico impostergable. Yo era tan adusto con los sentimientos de la vida. Sería mi juventud atea. Hoy, no le temo a la muerte y tampoco la desprecio. Hoy, siento compasión, y siento que la tierra, el hueco, recibe el cuerpo con el silbido del viento y el baile de los eucaliptos cercanos. Una señora, vecina del cementerio, labra su tierra con esperanza. 

Empezamos a tapar el hueco. Hay tres palas. Todos apoyamos. La tierra está compacta por la llovizna. El barro se impregna en la pala y es difícil sacarlo. El sepulturero, con su experiencia de milenios, golpea la pala en una de las cruces de fierro vecinas y el barro se desprende. “No sabía para qué servían las cruces en las sepulturas –dice alguien con sarcasmo–, ahora ya sé”. Todos ríen, menos el sepulturero, que sigue con su labor como si nada. Más risas todavía. 

El hueco está por taparse. El sepulturero pregunta “¿Han traído cruz?”. “No, no”, respondemos, medio arrepentidos por el descuido. A mí se me ocurrió improvisar una cruz atando dos ramas, pero no, el sepulturero tenía la solución desde antes, viejo zorro. Como un mago experto, sacó de su manga una cruz de hierro, larga y de color negro, una hermosura. Era una cruz “reciclada”, es decir, de otra sepultura ya abandonada. La cruz tenía nombre pintado y todo. Pero no hay problema, la volteamos y el reverso, inmaculado, sin nombre, queda al frente. Por treinta soles, Rosita de Santa María ya tiene cruz en su sepultura. Una última persignada y nos vamos. 

Venicio, la pareja de toda la vida de Rosita, a pesar de recibir la misma respuesta en todos los idiomas, pregunta una y otra vez: “¿Cuándo llevaremos a mi mujer a donde yo vivo?”. Pobre hombre, pobre.

Donaldo Humberto Pinedo Macedo, en el cementerio de Huancaro, en la ciudad del Cusco, el día 8 de enero de 2021, a 10 meses de la pandemia Covid-19.

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