Hoy es 24, viernes 24 de marzo de 2023. Estoy en la ciudad del Cusco, Perú. Como ya sabes, parte de mi trabajo es atender a pacientes indígenas amazónicos que llegan a los hospitales citadinos. Pero no son indígenas regulares. Se trata de gente que vive en las cabeceras de las cuencas, en zonas alejadas, de difícil acceso. Son espacios protegidos por el Estado. La gente de estos lares vive casi exclusivamente de los alimentos que le provee el bosque y el río amazónico. No hablan castellano, solo su idioma, una variedad del matsigenka.
Hace un mes llegó una de esas pacientes al Cusco. Es una joven de 18 años que le diagnosticaron el síndrome de Guillain-Barré (SGB), que, según el Dr. Google, es un trastorno del sistema inmunitario que daña las neuronas y causa debilidad muscular y a veces parálisis. Ella es Ana.
La paciente ingresó al hospital y encargué a Vilmanuel, mi compañero de trabajo, para que la visitara interdiario. Olvidé comentarte que Ana vino acompañada de su hermana mayor, Maribel, de 21 años. Así que Vilmanuel y Maribel realizaban las visitas. Con los días, Maribel tuvo que regresar a su comunidad porque su hija de cuatro años enfermó. Tuvimos que traer a otra hermana, Sonia, quien, dicho sea de paso, ya se aburrió de estar en el Cusco.
Ana, por su condición, fue internada en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Aquí no recibía visitas, así que Vilmanuel y Maribel solo escuchaban los informes médicos y se retiraban. Felizmente, luego de unas semanas, Ana mejoró y fue trasladada a la Unidad de Cuidados Intermedios (UCIN). Allí ya podía recibir visitas. Cuando Ana vio por fin a Maribel, lloró; pensó que la habían abandonado.
Los médicos hacen lo posible por recuperar a Ana. Ella respira por un tuvo conectado en su garganta, ya que no puede hacerlo por sí misma. El aire será gratis, pero no sirve de nada si el corazón está malherido. Ana está postrada y a penas mueve un brazo y algunas partes de su cara. Así que la imaginarás entubada hasta los dientes y llena de agujas y vías; inmovilizada.
El día de hoy, Vilmanuel, el enfermero, reporta que está enfermo (suena gracioso eso del enfermero enfermo) y que no podrá ir donde Ana. No habiendo más compañeros disponibles, me toca hacer la visita. Llego a la UCIN y veo que Sonia ya está con Ana, a quien observa y acaricia (la consuela sin decir una palabra). Ana responde con miradas y llanto. Esa es toda la interacción en una hora de visita.
Entro a la habitación, me pongo el mandil y me lavo las manos. Volteo y veo a Ana. Tiene medio cuerpo descubierto, desnudo. Ella no parece avergonzada. Agarro la sábana y la tapo mientras le sonrío. Nuestras miradas se cruzan. Sus ojos negros son grandes y profundos, inconmensurables. Tanto la pupila como el iris se han conjugado en una forma o sustancia negra, brillosa, hipnotizante. Parece el fruto maduro del capulí, un guayo reluciente de ungurahui o una uva de color morado intenso.
Mientras congeniamos o nos enlazamos con la mirada, Ana sonríe con la misma inocencia que sonríen todas las jóvenes indígenas de su edad cuando ven a un hombre extraño, pero agradable. Esa sonrisa, a veces tapada por su mano temblorosa, es un coqueteo fresco, atractivo, tímido y distante a la vez. Ana sonríe, pero al mismo tiempo ensaliva una espuma blanca. Luego llora y su sonrisa se desdibuja mientras mira a su hermana. Sonia le pregunta “¿Te acuerdas de él?” Ella mueve la cabeza negando mi existencia, mi recuerdo. Pero me mira de nuevo y sonríe, como aceptando mi presencia sin saber exactamente quién soy. Sus ojos negros me vuelven a atrapar y entonces exploro, me zambullo en ellos… Ellos no me conocen y sin embargo me aceptan.
Siento que navego en la inmensidad del Universo, pero sin estrellas ni luces titilantes. Esta oscuridad y profundidad es… ¿indescifrable? ¿indescriptible?... es reconfortante. Es la conexión del hombre con el Universo. Es el origen y el final. No, no, no hay principio ni fin, solo el hecho de estar presente en estos ojos del Universo. Luego, Ana gesticula otra vez esa sonrisa inocente, lagrimosa, babeante, y ahora el Universo me sonríe, me llama y me dice “hijo mío, aquí estoy”.
Luego de varios suspiros, reacciono. Siento en mi rostro el reflejo de la luz roja que despiden los vetustos aparatos hospitalarios. Vuelvo a oír ese ruido insistente, taladrante, ese “pip, pip, pip” inagotable de las máquinas. Regresa el olor séptico de hospital, de alcohol y gasas, de algodones y medicinas. Regresan las enfermeras echándonos del lugar porque solo se permite una visita por persona. No importa, yo ya navegué por la inmensidad del Universo.
De todas formas salgo afectado, porque la escena es cruda: una mujer joven, radiante, con la vida en ciernes, postrada en una cama, sin hablar, sin comer, sin moverse. Solo puede llorar y gesticular. Solo puede mostrar la profundidad del Universo, pero eso a quién le importa.
Me tengo que ir. La acaricio con la ternura que he cuajado en 45 años de vida, la misma que heredé de mi madre y que ahora heredo a mis hijas. Le sonrío, pero mi barbijo impide que el gesto exponga su esplendor. No importa, ella sabe que la miro con ternura y termina sus lágrimas con la facilidad con que ingresó en ellas, y me devuelve esa mirada de Universo. Sonríe, pero no en el rostro ni en los labios, sino en todo su ser. --Hasta pronto Ana, gracias por mostrarme el Universo, ya sé a dónde iremos todos.
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