Mientras apoyamos un caso de salud de una matsigenka del Alto Timpía, recibo la noticia de la sensible partida del padre Santiago. No es una coincidencia. Estamos honrando su legado, que es una combinación de compromiso, afecto, lucidez y buen humor. Al respecto, tres anécdotas.
Yo estaba alojado en la Misión de Kirigueti por unos días, cuando, de repente, el padre encargado me dice que se va debido a una urgencia. Dada la situación, me quedo como responsable hasta que llegue otro padre. Me entusiasmé, aunque, la verdad, en la Misión no éramos más que la cocinera y yo. De inmediato, me trasladé al despacho y esperé la acción. Ni una mosca. Salí al porche para que alguien note mi presencia, a parte de los mosquitos. Resultó. Vino una señora trayendo pescado. Quería venderlos a la Misión y preguntaba por el padre. Le dije, con el pecho erguido, que yo estaba a cargo y que le compraba todos los pescados (ni siquiera consulté a la cocinera). Cerramos el trato y me senté a esperar el siguiente reto misionero. De pronto, aparece a lo lejos una figura reconocible y me digo: ¡No puede ser, es el padre de reemplazo!... Estuve a cargo de la Misión de Kirigueti por cuatro horas. Orgulloso, le comenté al padre Santiago mi corto “periplo misionero”, y me dijo: “¡Parece toda una vida, Donaldo!”. Me estrellé con la realidad. Él tenía más de cincuenta años de misionero y, su institución, la Orden de Predicadores, tiene más de 100.
Otra, en Kirigueti. Encontré al padre Santiago preparando un viaje de urgencia. Tenía que llevar a una joven estudiante a Sepahua, río abajo. ¿Para una consulta sicológica? ¿A una ashaninka? --Le pregunté, extrañado. El padre me explicó la razón. Resulta que la joven empezó a tener espasmos feroces; gritaba y se movía con fuerza sobrehumana. Ni siquiera tres profesores pudieron contenerla (dicen los chismes que la chica hablaba sandeces en voz impostada). La escena era bíblica, así que las hermanas de la Misión fueron por el Rosario y la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo para solicitarle al padrecito que interviniera como Ministro. Sin más, el padre Santiago les dijo que se dejen de pavadas y que mejor lleven rápido a la chica a la posta de salud. Luego de unos minutos, la escandalosa joven dormía plácidamente, como si nada. Le habían puesto un potente calmante. Se acabaron los demonios.
La última anécdota sucedió en la Misión del Rosario de Sepahua. El padre Santiago estaba a cargo en ausencia del padre Ignacio. Como ustedes saben, los feligreses más queridos y asiduos de esta Misión son los shara o nahua, aunque solo el padre Ignacio los entiende. Así que un día, los shara, para prender sus fogones, alzaron los listones de madera que había en la Misión. No les importó el costo, la calidad ni el destino de esa madera, solo querían cocinar. Cuando fuimos a detener la profanación, las ollas hervían. Mientras increpaba a los shara, el padre Santiago recuperó algunos listones medio quemados. Las cocineras y los comensales, impávidos, se acusaban mutuamente al tiempo que relamían las ollas. No hubo responsables, pero sí barrigas llenas. El padre Santiago estaba molesto. Nos fuimos a almorzar en silencio y de pronto exclamó: ya es suficiente con los shara, todo el día están en la radio de la Misión, se acabó, como castigo ya no usarán la radio durante… (levantó la mano y la batió como calculando años, décadas, siglos, centurias, milenios)… ¡Una hora!... Nos partimos de la risa. Fue evidente que, estar resentidos con los amorosos shara por más de una hora, era imposible.
Padre Santiago, no soy quien, a penas un entusiasta sonrisitas de buen apetito, pero si se trata de tener a alguien como ejemplo, ese eres tú. Te recuerdo y te quiero. Ahora, resuena en mi mente ese tu afán de recordarnos que “vivimos de milagro”, y sí, la vida es un milagro gracias a personas como tú.
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