Todo comenzó ayer, cuando me encontré con una amiga que perdí de vista en la niñez. Ella me saludó diciendo “hola Negrito”. Es el primer apodo que recuerdo. Su historia es la siguiente: cuando nací, mi hermano mayor se acercó a verme y dijo admirado “ay qué nego”. Desde entonces, la familia me dice Negro o Negrito. Alguien agregó “Negro kusillo”, por la permanente mueca-sonrisa de mi rostro; y por las travesuras.
En el colegio, cuando los nuevos amigos preguntaban mi nombre, decían inmediatamente “ah, Pato”, en referencia al pato Donald, el personaje de Disney. Desde entonces, algunos de la infancia, e incluso de la universidad, me llaman Pato o sus variantes Patito, Patucha, Patin.
Cuando me fui a estudiar a Lima, alguien me dijo Shaggy, en alusión al compañero flaco e inseguro de Scooby Doo, el dibujo animado. Nunca me identifiqué con ese apodo ni con el adolescente Donaldo.
Luego, en mi fase de padre de familia, nacieron otros nombres cortos, como Dosho o Donal, pero el que más me gusta es Dooosio, como me dice mi esposita cuando me llama la atención.
Bueno, recuerdo con cariño la mayoría de mis apodos. Son la primera impresión que la gente tiene sobre mí. Pero eso es lo que la gente dice de mí. Yo quiero que me llamen como mis padres me llamaron: Donaldo.
Pero tampoco quiero sonar estricto o idiota. Una vez, cuando estaba con la honda de corregir a todos con mi nombre, fui a la oficina de un amigo del barrio. Él no estaba, así que le llamaron por teléfono. Contestó y le dijo a su secretaria:
—¿De parte de quién?
—De Donaldo Pinedo —dijo ella.
—¡¿Quién?!! —contestó mi amigo.
Interrumpí y le dije a la secretaria:
—Dile de parte del Pato.
—¡Ah, Patito! —respondió mi amigo, entusiasmado.
Claramente, luego de reconocerme, mi pata me atendió con todos los privilegios que se desprenden de la amistad.
En conclusión, si me encuentras en la calle, llámame como te salga, según tus afectos (si me das un abrazo, mejor), pero luego, al despedirte, recuerda que mi nombre es Donaldo. ¿Cuál es el tuyo?
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